Hablar de humanismo en estos tiempos puede sonar raro sobre todo cuando el sistema capitalista exige eficiencia, eficacia, competividad y libre mercado; o cuando los políticos más reaccionarios enarbolan un humanismo cristiano en pleno continuismo golpista. En sentido estricto, la noción de humanismo está en los fundamentos de las ideas liberales, que es parte del núcleo del actual neoliberalismo. Pero se puede introducir nuevos contenidos al humanismo y rescatar algunas características de la vieja aspiración renacentista de crear una personalidad total, íntegra, que consideraba a la persona como un ser emotivo, racional y voluntarioso, tolerante, solidario y respetuoso de los demás. Elementos que han sido dejados de lado por los actuales representantes del pensamiento neoliberal que hablan de humanismo pero tratando de no hacer real tal concepción. Del mismo modo hablan de cultura, identidad, valores cívicos y nacionales como puros lugares comunes, útiles en el “discurso” tradicional que los entiende como elementos fijos, eternos, que se imponen en el aula o en la familia. Parece que la mención de esas nociones es algo serio, sobre todo en septiembre cuando han ocurrido tres eventos importantes: el haber superado la colecta de firmas para convocar la Constituyente, el extraordinario desfile masivo por la verdadera independencia organizado por la Resistencia Popular en Tegucigalpa y la brutal represión policial desatada en San Pedro Sula dejando destrucción, dolor y sangre en las cálidas calles de esa ciudad. Todo ello sucedió en un solo día. Entonces, cómo hablar del humanismo cristiano de los gobernantes cuando las condiciones del golpe de estado se mantienen; cómo hablar de identidad y cultura cívica en los tiempos violentos del neoliberalismo; con qué argumentos puede debatirse cuando la muerte ronda en las ciudades y en el campo.

Puede afirmarse que la represión, las prácticas criminales del gobierno y su sistema de seguridad, la discusión acerca de la cultura y el humanismo, la construcción de nuevos elementos de identidad, la lucha por la defensa de los gremios y las organizaciones sindicales, la defensa de los recursos naturales y la organización del pueblo de parte del Frente Nacional de Resistencia Popular, la conciencia de la historia nacional y la puesta en su lugar de los gobernantes pasados y presentes, la formación del Estado hondureño y su ligazón internacional, etc., son momentos que forman parte de la vida hondureña, inseparables, y que deben ser valorados a partir de esa nueva visión que ha generado el golpe de estado.

En tal sentido, hay que considerar que los Estados surgidos de los procesos independentistas en América Latina, atrasados y dependientes, intentaron crear en las personas ideas, actitudes y destrezas que ayudaran a estabilizar y conservar el régimen capitalista que estaba edificándose en las tres últimas décadas del siglo XIX. Ese trabajo lo llevaron a cabo los llamados reformadores liberales y positivistas como Marco Aurelio Soto y Ramón Rosa en Honduras, Domingo Faustino Sarmiento en Argentina, Justo Rufino Barrios en Guatemala y Justo Sierra en México. Pretendieron generar los fundamentos teóricos, jurídicos, políticos e ideológicos de una clase burguesa nacional y de su Estado, pero careciendo de una base productiva y del mercado indispensable para su desarrollo. Tal inconsistencia material e ideológica fue enfrentada por el Estado que se encargó de asumir el lugar de esa burguesía y con el respaldo del capital extranjero instauró relaciones de producción alejados de una acumulación originaria. Ese es el Estado nacional autoritario y entreguista que ha gestionado un modelo económico para privilegiados y formalmente sirviendo de árbitro en los conflictos sociales. Creo que sólo puede denominarse Estado Nacional por el simple hecho de estar radicado en este territorio más o menos delimitado y de contar con una población, pero el grupo dominante nunca ha sido portador de sentimientos nacionales ni se interesó en desarrollar en el pueblo ideales de apego a ese proyecto explotador; nunca pudieron expresar algún tipo de proyecto liberador, como sí ocurrió con el programa unionista de Francisco Morazán y se limitaron a formarse como clase dominante apoyada en una fuerza militar concebida y adiestrada para combatir “enemigos internos”, es decir, a las organizaciones populares democráticas que han pugnado por una Honduras realmente independiente. Es aquí en donde se ha dicho que se ha formado “nuestra” identidad, o, como afirman empresarios, curas, pastores, militares y políticos tradicionales, “nuestros” valores, ocultando en esa propuesta toda una concepción dominante, universalista, que hace creer que sus ideas son las de todos. La intención de extender las ideas de los grupos oligárquicos seguirá presente y para ello cuentan no sólo con el sistema educativo o con la religión, sino también con las costumbres, la tradición popular y el poder político y económico.

Por ello, la constitución de la identidad nacional está forjándose, el medio son las organizaciones sociales nucleadas en el Frente Nacional de Resistencia Popular y en un proyecto liberador que permita un verdadero desarrollo independiente postliberal, tal proyecto deberá contener por lo menos dos grandes componentes: uno de ellos será de carácter ideológico que coloque a la igualdad como el valor fundamental de la sociedad. Se trata de igualar la posibilidad de todos para desarrollarse sin desventajas y con acceso al trabajo, la salud, la vivienda y la cultura, algo impensable bajo los esquemas neoliberales; se trata de ampliar la cobertura de la protección social sin que esto signifique obligatoriamente intervención del Estado. En esto jugará un papel fundamental la lucha contra los privilegios y eficientes controles tributarios. El segundo componente sería una profundización de la democracia que no signifique sobrevalorar el sufragio y el presidencialismo, que se note en un acceso democrático a los medios de comunicación controlados por grupos poderosos capaces de manipular procesos electorales y al poder político.

Esos componentes mínimos de un proyecto de liberación nacional los veo como parte de otro más vasto: el de la formación de la identidad hispanoamericana, totalmente divorciado del adjetivo “nacional” que evoca los recuerdos y las ilusiones abstractas de la modernidad. Las bases de ese proyecto ya fueron expuestas en la teoría y en la acción de tres hombres modelos: Morazán, Bolívar y Martí. Ellos delinearon a grandes trazos el tema y se distanciaron de los representantes del liberalismo positivista: Domingo Faustino Sarmiento, Ramón Rosa y Justo Sierra.

Son los más representativos de los grupos de ideas principales del siglo pasado, los próceres independentistas y humanistas, nuestros actuales símbolos de lucha cuyas ideas entroncan con las ideas socialistas de estos tiempos; nuestros humanistas que intentaron borrar las diferencias nacionales para crear una sola nación: Hispanoamérica y el otro grupo, los positivistas, que sin prever nada del futuro que estaban sembrando, propusieron el camino del subdesarrollo y la dependencia, ser como otros era su consigna; ideología que se expresó en las dictaduras siguientes a las reformas liberales y en el entreguismo de la clase política. Los positivistas y sus continuadores de algún modo lograron que, desde afuera, América Latina se haya integrado en un gran sistema en donde sus íntimas conexiones han estado representadas por las relaciones capitalistas impuestas a golpe de concesiones, empréstitos y cañoneras. Se impone entonces la necesidad de romper esa integración para edificar la integración de los pueblos que tenga como fuente inspiradora a Morazán, Bolívar y Martí.

La emancipación positivista

El intento positivista respecto a la educación que debe promover el Estado es bastante claro: proponen separar la educación de la religión, es una aspiración legada por los ilustrados, la educación laica e igualitaria. Los positivistas irrumpen en la educación pública y en las cátedras universitarias. Su decadencia está en la incapacidad de no poder ver que la crisis de los nuevos Estados y sus ideas no desembocarían en desarrollo nacional al no poder prever la llegada en tromba del capital monopolista.

Según Marco Aurelio Soto y Ramón Rosa, la libertad del individuo y el desarrollo de su conciencia se lograrían mediante la educación, la modernización del Estado, de la industria y el respeto a los derechos individuales. Igual que sus maestros argentinos Alberdi y Sarmiento, propusieron un trasplante cultural, copiar el sistema educativo norteamericano para modelar al “Yankee Hispanoamericano”, negando la posibilidad de moldear un hombre original, capaz de aglutinar en sí mismo lo mejor de la cultura universal. En México hubo un intento similar. A la sombra de Benito Juárez, con participación de Justo Sierra y la reforma liberal avanzando, el positivismo emerge en forma de justificación ideológica y teórica de grupos avanzados con la idea de superar la economía precapitalista y enfilarse en un franco desarrollo burgués.

La reforma era aquí la vía obligada para reorganizar la sociedad, introducir las ciencias y los métodos empíricos en toda la enseñanza. Se propuso, entonces, consolidar una educación capaz de formar una generación que nacionalice la ciencia y el saber que sea portadora de lo que ellos llamaron el “alma nacional”. El mexicano tenía frente a sí un hecho evidente: la mutilación del territorio nacional por los Estados Unidos. Incluso, Sierra dijo lo siguiente acerca del imperialismo: “Llegará en lo porvenir un día en que al hacer el balance, se llegue a la condición de que, aun desde un punto de vista económico, el imperialismo es pérdida, y que bajo el aspecto político es el naufragio de las instituciones libres”. Algo similar a lo dicho por Bolívar, pero Justo Sierra era hombre cercano al régimen de Porfirio Díaz y al Partido Científico y estos representaban la gran concentración de la propiedad en manos de unos cuantos. Son los treinta años de “Administración, orden y progreso” que preparaban el camino de los privilegios y las concesiones en las minas, los ferrocarriles, el petróleo, la electricidad y la banca. El crecimiento económico a expensas de la dependencia y superexplotación del trabajador mexicano.

El mexicano buscaba la “emancipación mental” frente a la cultura colonial y desarrollar cierta capacidad de defensa frente a la agresión. Para Alberdi alcanzar el progreso era ser igual a los Estados Unidos; Justo Sierra quería algo parecido pero para enfrentar al imperio. Intentaron fortalecer la educación para ser como sus amenazantes vecinos y no ser absorbidos por el auge expansionista. Sarmiento creyó que ser como “ellos” significaba elevar la dignidad humana, no había que enfrentarlos ni oponérseles, más bien alcanzarlos y ser como ellos. Supuso que el atraso se debía a la debilidad de la raza y a la cultura colonial, al “conflicto de razas” que le hizo perder medio territorio a México. José Martí le reprochó a Sarmiento y le dijo: “Enamorado de lo ajeno: no hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.

Exigieron, entonces, implantar una educación que modele hombres como los anglosajones, es decir, “recolonizar esta retardataria América en su provecho”. O, como decía Alberdi: entregarnos a la civilizadora “acción de la Europa anglosajona y francesa”; se trata de ser los Yankees del Sur gracias al positivismo, entendido como la única vía para hacer civilización y cultura.

Puede afirmarse que ese grupo de pensadores del siglo XIX formaron parte de la época en que se buscaba aprender en la educación para formar los primeros asomos de la identidad propia, aunque fuera renegando del indígena y del mestizo. La independencia formalmente alcanzada imponía la obligación de extender esa independencia al espíritu, lograr la emancipación mental y crear una cultura propia. Se trató también de conquistar la emancipación literaria, de establecer la expresión literaria de América que participase activamente en el complejo proceso de elaboración cultural. En esta labor destacan los cubanos Cirilo Villaverde (1812-1888) con su novela “Cecilia Valdés” y Enrique José Varona (1849-1933), con crítica literaria y una importante reflexión filosófica; el venezolano Andrés Bello (1781-1865) con su despliegue creador continental; Montalvo en Ecuador, Hostos en Puerto Rico, el peruano González Prada, pero destacando excepcionalmente José Martí (1835-1895) con una apresurada obra literaria, política, crítica, revolucionaria, de extraordinaria calidad.

Ellos son algunos de los hombres que retomaban el trabajo no acabado de los próceres, muchos desde el positivismo, otros desde la literatura o desde posiciones independientes y antiimperialistas.


El camino de la identidad: Morazán, Bolívar y Martí

Entonces, el principal problema por solucionar era el de las identidades nacionales; el de tener una original o copiada, y la respuesta inmediata era ser como otros, arrancando de sí mismos lo que ya se poseía, la situación era dura. La colonia dejó el sello servilista en sus dominios y no formó ningún tipo de administración para la siguiente etapa. Pero el tema de esa identidad tan ansiada, aunque sin usar ese término, fue entrevisto por los próceres independentistas, por los modelos de esa discusión práctica y teórica: Morazán Bolívar y Martí. Puede decirse que desde la colonia se empezó a forjar la importancia sobre la identidad nacional y el concepto de nación referidos a una comunidad que posee tradición, cultura y lenguaje comunes, y que aspira a organizarse soberanamente. Esto se convertiría en todo un ideario político y en una fuerza política fundamental en Latinoamérica.

Morazán, el 16 de julio de 1841, sostuvo repetidamente la idea de patria entendida como Centro América, sin las limitaciones nacionales pensadas por los reformadores positivistas que, aunque intentaron algún ensayo unionista, se encontraban alejados del proyecto ilustrado y humanista; se enmarcaron en los inicios del Estado Nacional dependiente, el de los grupos nacidos a la sombra del capital extranjero. Cuando Morazán denunció a los colonialistas esbozados los tildó como usurpadores de la patria, textualmente dijo: “Vosotros habéis gozado muchos años de los bienes de esa patria que buscáis en vano. ¿Encontraréis en la República de Centro América algunas señales de ella? No, aunque le dais hoy este nombre, más extranjeros sois por vuestros propios hechos en el pueblo que os vio nacer”. Estableció la existencia de dos patrias, y la habitada por los patriotas es la que acogerá el sistema democrático apoyado en “la profesión de los derechos del pueblo, -la ley de la libertad de imprenta- la que suprimió las comunidades religiosas, la que creará la academia de ciencias... los códigos de pruebas, de procedimientos y de juicios”. Es la patria que se extiende por todo el istmo hasta entroncar con la Gran Colombia de Bolívar.

El Libertador en su Carta de Jamaica del 6 de septiembre de 1815, tiene una referencia que tradujo lo que acontecía, expresó que los americanos “no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más el de simples consumidores”. Al no haber capacidad de gobernar y de hacer cultura, quedaba la posibilidad de improvisar. Para Bolívar, el asunto será ¿cómo improvisar? ¿Cómo forjar otra realidad distinta a la colonia? Dificultad todavía mucho más grave ya que el proceso emancipador generó dispersión, aislamiento, indefinición étnica, mestizaje.

Ese mestizaje se plasma en Sarmiento y Alberdi como rechazo, dudan del cruzamiento y su tesis es que el atraso nuestro se afinca en la raza; para ellos lo principal es afirmar que América es Europa, que es indispensable trasplantar la cultura anglosajona como absoluto modelo de desarrollo. El indio y el mestizo son representantes del atraso. Según Alberdi, “En América todo lo que no es europeo es bárbaro”; por otro lado, Sarmiento decía que “la barbarie está formada en América por el indígena, el negro, el español y el mestizo... razas cuyos defectos se unen y dan lugar al hombre americano, hombre fuera de la civilización, ajeno al progreso”. Apoyados en una especie de eurocentrismo, Sarmiento y Alberdi no vieron que ese conflicto de razas, esa fusión, es lo que da apoyo y sentido a la realidad americana por construir. Estuvieron seguros que el desarrollo sólo se podría lograr con emigrantes blancos y educación y que esto ayudaría a cambiar el destino de los pueblos que parecían nacidos para perder.

Bolívar, por el contrario, mucho más avanzado que los emancipados mentales y que los positivistas, también decía que se necesitaba ser alguien distinto, para ello se apoyó en la ilustración, el modelo que él mismo encarnaba, afirmó que se debía “conformar la nueva realidad haciendo de la vieja su materia y amasijo”. Tomar lo que provocó el desarrollo anglosajón para hacer en América otro tanto, aunque fuera a través de la fuerza del despotismo ilustrado. Es decir, cambiar la realidad imponiendo la razón; desde la realidad heredada construir una nueva y ver en el mestizaje la convergencia continental. Ambos proyectos, el de los próceres y el positivista, con intenciones civilizadoras, uno apoyado en la realidad y el otro pretendiendo anularla, fracasan en parte por el insuficiente desarrollo económico y social y por no poder ver la gran fuerza de los Estados Unidos en completa expansión. Bolívar se enfrentó a los cónsules norteamericanos y británicos que conspiraban desde Lima y Cartagena, contra su proyecto americano, contra el peligroso loco de Colombia.

Desde antes de 1815 el Libertador tiene bien definido cuáles son los elementos humanos con qué contar para sus intentos independentistas; en su Carta de Jamaica se refirió a los que no son “indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”. En 1819, durante el Congreso de Angostura insiste en que “no somos europeos, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles”, y establece el mestizaje como el centro de la original identidad americana: “Tengamos presente que nuestro pueblo no es el europeo ni el americano del norte... es un compuesto de África y de América”; y se define más al aproximar nuestras raíces americanas con las africanas, con el mestizo y el mulato; mestizos ambos portadores de la nueva nacionalidad que sería tan elogiada por Martí como la nacionalidad hispanoamericana, en donde cabe lo negro, lo indígena, lo mestizo, lo blanco, sin menosprecio ni asomos racistas.

El cubano incondicional de los ideales de Morazán y Bolívar, se esforzó por continuar ese proyecto y en exaltar sin reservas a esas figuras. Del centroamericano decía que su aspiración era “Derribar obstáculos, fundir pueblos y elaborar una nación potente” . Martí proponía que Bolívar todavía tenía que hacer en América, y tiene bien claro que la independencia es para formar un hombre continental, original, y que ese proceso obedece a una necesidad interna; a la letra decía que “la independencia en América venía de un siglo atrás sangrando; ni de Rousseau ni de Washington viene nuestra América, sino de sí misma”, proceso inacabado, cuando recordando a los próceres y presintiéndose a sí mismo arguyó que Bolívar vería adolorido “La procesión terrible de los precursores... van y vienen los muertos por el aire, y no reposan hasta que no está su obra satisfecha”.

En su ensayo “Nuestra América”, Martí les reclamó a sus contemporáneos positivistas y les antepone su orgullo americano a “Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan !bribones¡ de la madre enferma”; les reclama su extranjerismo a esos “desertores que piden fusil en los ejércitos de América del Norte” a esos “increíbles del honor que lo arrastran por el suelo extranjero”. Ironiza contra los soberbios americanos de pluma fácil y palabras de colores que quieren regir pueblos originales con modelos anglosajones y va definiendo su proyecto liberador cuando afirma que “con los pueblos oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”.

Las costumbres de los opresores no fueron sepultadas con la independencia, continuaron a la sombra, se respaldaron en el positivismo y en el auge económico, que ayudaron a establecer los nuevos Estados democráticos y los viejos ideales de igualdad y libertad en las condiciones impuestas por el capital extranjero. Alternativa opuesta al proyecto martiano que propuso como respuesta a “un gobierno que tenía por base a la razón; la razón de todos en las cosas de todos... El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu”. Es la lucha por constituir al hombre auténtico, liberador, opuesto al hombre colonizado, dibujado por Martí cuando manifestó que “éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España”. Semejante definición no lo desalentó, más bien lo ayudaron a encontrar salidas al afirmar que “las levitas son todavía de Francia pero el pensamiento empieza a ser de América” . También descubre varios peligros en la formación de nuestra América, como el espíritu entreguista en muchos, pero hay otro mayor y más decisivo que cualquiera, es “el desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor”, y para los que han ocultado tal situación, la del imperialismo en expansión, para los “pensadores de lámpara” que recalientan razas de librería pide condena, no literaria, textualmente dijo: “los pueblos han de tener una picota para quien los azuza a odios inútiles, y otra para quien no les dice a tiempo la verdad”.

En definitiva el norte orientador de los próceres es el de liberar a las sociedades coloniales de los condicionamientos impuestos por la corona española y por los que estaban generándose en el siglo pasado. Limitantes que portaban el sello del monopolio, de la inquisición, de las trabas aduaneras, del trabajo alienado y la subordinación en todas las esferas de la vida social. La independencia sería el primer intento liberador de toda alienación y fundaría una sociedad pensada como la patria de los americanos ubicados al sur del Río Bravo, mientras que los positivistas, insertando el modelo económico anglosajón y un sistema educativo vistos como las claves de nuestro desarrollo, buscaron también establecer los Estados nacionales. Los dos momentos pretendían crear la identidad de nuestros pueblos. Los primeros desde la independencia continental para ser auténticos y crisol de culturas, y los segundos con la independencia nacional para ser como otros, pero la llegada del capital monopolista, del enclave y las relaciones capitalistas de producción, alteraron el proceso y provocaron una continua profundización en los conflictos sociales y un despertar de la conciencia nacional en esas condiciones de subyugación.

El ideal de los próceres fue la unidad continental al margen de las potencias, de Estados Unidos e Inglaterra. Esa fue la gran aspiración de Bolívar, Morazán y Martí. A la sombra de esa unidad se forjaría la conciencia americana, era la intención para enfrentar los retos de la época contemporánea, tal vez fue pensada para una realidad imaginada, pero es una utopía completamente preñada de posibilidad a pesar de las condiciones actuales de agresión imperialista y por la corriente de Resistencia liberadora que existe en Nuestra América.

16 de septiembre de 2010

Fuente: Vos el soberano